A propósito del artículo de fondo de Ernesto Hernández Busto, aparecido en El País, el 30 de septiembre,
titulado “Memoria y olvido en la era de Internet” que trata sobre las huellas digitales imborrables y la banalización
de lo privado.
Empezando con la demonstración de que las huellas que dejamos pueden volverse contra nosotros, el autor sigue
con el desarrollo de una reflexión más filosófica sobre una memoria que nunca olvida. Creo que está enfermedad
podemos ver, navegando por la Web, como nos es contemporánea. Una memoria que todo lo recuerda es
incapaz de distinguir entre las cosas, de ordenarlas. Y eso es lo que sentimos, a veces confusamente, cuando
navegamos por la Web, hay tanta información allí que se convierte a menudo en un océano en el cual cada
uno acaba hundiéndose. Estamos al loro de todo lo que ocurre muy deprisa, pero al final todo parece
tener la misma importancia.
Lo mismo ocurre con la capacidad de almacenar en discos duros todo tipo de información o producto cultural.
Caemos con frecuencia en la trampa del coleccionista, de querer tener una gigantesca biblioteca digital de películas,
de libros, música, etc. Con ello perdemos la capacidad de distinguir entre lo que nos es esencial o no,
fascinados por el poder que nos procure la tecnología. Nos conduce en una percepción del tiempo falsa,
poseemos medias como para siglos, pero si por ejemplo teníamos que leer 100 Gb de libros, nunca acabaríamos.
Después viene la contradicción de que la Web (y otros medios tal como los móviles) que en potencia podrían
dar luz a un espacio de mayor libertad, se convierten en un mundo con un control tremendamente mayor
de nuestras vidas, costumbres, pensamientos, enlaces… que el mundo que conocíamos antes.
Allí, nos convertimos en un producto de marketing.
¿Será una coincidencia si un famoso programa de tele realidad se llama Gran Hermano?
Igual el ojo de Dios que solía dibujarse a dentro de un triángulo debería de ponerse ahora
en un rectángulo de 24 pulgares.
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